Temporada 15B
Como en este mes ya no celebramos los cumpleaños abrilezcos
que quedamos en celebrar y cada quien lo
hizo por separado, en la comodidad de su hogar o del bar de su preferencia, y
como apenas si recuerdo qué es lo que hice en el mío (bueno, sí lo recuerdo,
ése mero día estuve ocho horas sentado frente al monitor en el cual escribo lo que escribo cuando escribo
esta R, pero de mi celebración apenas recuerdo algo por culpa de una yerba
purple que debería ser verde), en estos
días no queda más que escribir sobre la celebración que cierra el mes de
abril: el día del niño.
Un niño en el microbús me ha hecho recordar el nivel de
sinceridad que uno alcanza a esa edad. El ser sincero en la infancia a menudo
puede resultar incómodo, no para uno como niño, sino para los adultos que te
rodean. Aquel niño del microbús cuestionaba a su mamá acerca de eso “tan
asqueroso” que tenía junto a la nariz. Se trataba de una verruga. Y sí, era
bastante asquerosa, pero no sé si lo bastante asquerosa como para denunciarla.
No supe si ése era un acto de sinceridad o un acto de sincera venganza del niño hacia la madre.
Algo tuvo que suceder entre el niño y su progenitora antes de que los dos
abordaran el microbús.
En el pasado, en
aquellos años en los que la categoría Infancia es tan oscura y difusa, los
dientes del escuincle hubiesen terminado por los suelos. Si hubiese sido ese
niño un infante durante el siglo XIX lo podrían haber mandado a trabajar 12 horas
seguidas a alguna fábrica. No pasa lo mismo en estos días, por lo menos en el
discurso y sobre todo entre aquellos que tuvieron la suerte de nacer entre la
clase media. Hoy incluso el reprobarlos
por huevones resulta ser un maltrato.
Siendo un niño, la
sinceridad puede ser vista aún como una virtud, no pasa lo mismo cuando uno es
adulto, con el paso de los años uno tiene que moderar los impulsos. A veces el
sincerarse demasiado puede ser contraproducente. Por ejemplo, uno no puede
decirle a una mujer que sinceramente se ve “mórbidamente obesa con esos leggins”; tampoco puedes expresar de forma
abierta a tu amigo que dicen que su novia “terminó con un licuadote dentro
después de la fiesta del sábado”. No
claro que esas cosas no se dicen, si es que no quieres perder al amigo o el
favor de la gorda.
Mientras creces aprendes a controlar la pulsión por la
verdad. Esto, me imagino, es como un mecanismo de protección natural en los
seres humanos. Si el hombre fuese por todos lados diciendo siempre la verdad,
¿qué oportunidades tendría de sobrevivir en un mundo en el que el discurso
supera la realidad? En la niñez vivimos una ficción que se encuentra dentro de
nosotros, de la que podemos desprendernos voluntariamente una vez que se nos ha
explicado la diferencia entre lo que imaginamos y lo que vivimos. En el mundo
de los adultos, la ficción se encuentra a nuestro alrededor, la vemos todos los
días y la tomamos como parte del mundo real; y a pesar de que se llegue a
conocer que lo que vivimos no siempre ha sido de la forma en la que vivimos, y
de que el cambio es posible y así poder dejar de vivir en la ficción impuesta, en la falsa conciencia que nos gobierna la
ficción del mundo domina.
Hace falta en estos días la sinceridad de los niños para así
poder desenmascarar al mundo. Para no aceptarlo y recriminarlo cuando nos miente
en la cara. Hace falta la sinceridad de
la infancia para incomodar al mundo, para sacarlo de sus casillas. Hace tanta
falta en estos días la sinceridad y la imaginación.
30/04/15