El intruso.
Cansado de tragar tanta luz, decidió deshacerse de ésta. Apagó
la televisión y cerró los ojos por un instante. Había decidido perseguirla a
esas horas, cuando los perros dan sus últimos ladridos y la luz de los
automóviles alumbra un poco la pared que se asoma entre el librero y las
persianas. Ella apareció repentinamente. Él la seguía a unos metros de
distancia; ella no daba la cara. El pelo castaño y largo avanzaba, alejándose
cada vez más de sus pasos; éstos no podían ser más rápidos, el piso de la
banqueta sobre la que él la seguía era como fango viejo. Entre ellos dos, una
larga banqueta; al lado de ellos dos, una carretera bastante conocida; al lado
de la carretera que se encontraba al lado de ellos dos, un vivero en el que su
padre alguna vez, hace tantos años, plantó un árbol.
La muchacha seguía su caminar. Él jamás la había podido
alcanzar en una de esas tantas noches en las que se encontraba con ella. Desesperado
por la distancia entre sus cuerpos, decidió correr; la angustia y cansancio lo
invadían. Su malestar ya no venía de la impotencia de no poder alcanzar a su
objetivo; había algo atrás, algo que causaba su angustia. Pronto el miedo lo
invadió. Sentía que algo lo asechaba; alguien intentaba alcanzarlo, ahora él
era el objetivo. Intentó voltear para ver la cara de aquel testigo de su
frustración. Resultó imposible. El pelo castaño comenzó a alejarse. Cuando él
aceleraba el paso, también lo hacía la mujer de sus sueños. Mientras ella se
alejaba el miedo crecía.
Cansado de correr, decidió mirar al cielo; abandonar la
persecución. La luz entró por sus pestañas mientras los perros ladraban a lo
lejos. El cielo aún se reflejaba en la pared que se asoma entre el librero y
las persianas…