viernes, 15 de febrero de 2013



El Intento
EL Mostro

I
Raya amarilla; pavimento. Raya amarilla; pavimento. Raya amarilla; pavimento.  Y su frente da pequeños rebotes sobre el vidrio. Raya amarilla; pavimento. Raya amarilla; pavimento. Raya amarilla; pavimento. Mientras lo distrae un malestar, comezón-molestia, quizá la costura del calcetín; y acude pronto el otro pie a calmar la sensación. Raya amarilla; pavimento. Raya amarilla; pavimento. Raya amarilla; pavimento. Raya amarilla; pavimento.  Vuelve a temblar el vidrio, tenue, cerca de su sien. Masaje incluido en el viaje y sin costo extra alguno. Raya amarilla; pavimento. Raya amarilla, raya, raya, raya amarilla. Curva. Faltan aún muchos giros en el volante; muchos serpenteos que adornan la federal.
Queda  un poco más de media hora para el arribo. La federal es corta, la ciudad de Puebla poco a poco  ha ido engullendo a los pueblos de la periferia. Qué de aquellos tiempos en los que la ciudad de Cholula era vista aún como sitio turístico, sitio cultural fuera de la capital; y no como uno más de los centros de vicio y, peor aún,  de futuro hipsterismo y hipismo. Condenada a ser parte de los pueblos mágicos que llegan a tal categoría dependiendo del número de mugrosos y mugrosas fresillas que en ella habiten. Ahora ha pasado a  confundirse  con  una más de las colonias aledañas. Lo que conserva su en identidad en estos días, es el hecho de  que el camino para llegar a ella sea aún una carretera federal. No tardará mucho para que de federal pase a ser un moderno boulevard, con todo lo que esto conlleve. El paso de los terrenos “abandonados” y fábricas en huelga a centros comerciales enormes en los que abunda tanto de nada;  en los que está de oferta el vacio, la última novedad a la que le debes de inventarle un uso. A ellos acuden las muchachas y muchachos cual zócalo de principios del siglo pasado para sus ñeros galanteos. Falta poco para que los fraccionamientos lleguen a instalarse a la orilla del camino cual complejo habitacional para aves; pequeños nidos en los que el espacio parece ampliarse con la cantidad de cuartos en su interior.
El asfalto, con su continuidad arrebatada por los baches, le da mucho qué pensar. El asiento del microbús se ha convertido en sitio para la reflexión y la filosofía amateur de millones de personas. Cuántos postulados e ideologías novedosas pueden tener su principio en un camión. Con todas ellas podríamos ampliar la historia de la filosofía y el pensamiento humano para después agruparlos en una enorme enciclopedia para la que las bibliotecas existentes no tendrían espacio.  Qué de cosas pueden pasar por la cabeza cuando las personas  se pierden en el gris ondulante, duna de la modernidad.
Todo depende de la situación en la que se encuentre uno.  Las circunstancias modelan el flujo de la conciencia. Existen los soñadores que realizan proezas que emanan de sus más recónditas experiencias frustradas; los que al escuchar una música se imaginan tocándola ante un basto público entre los que se encuentran todos aquellos que no creen en su talento. Existen los románticos nostálgicos que se pierden en los besos de ayer al pasar por la calle que lleva a la casa de la novia que nos los supo amar o a la que decepcionaron acostándose con su mejor amiga. Están los que añoran lo que se les escapó de las manos, los que dieron  todo por sentado, o los que extrañan lo que se dice deberían poseer.  
La duna lo quebranta y lo abstrae. Lo remite a un pasado no tan lejano, a la semana anterior: los días habían transcurrido cual flujo reverberante de monotonía agolpada hasta que escuchó el celular; la llamada venía de  Amalia.  Sí, la misma Amalia a la que no veía desde hacía casi dos años. Lo sorpresivo fue el tono amigable con el que saludó; el mismo tono de los amigos que buscan a los demás amigos para comentar algo que han olvidado mencionar unas horas atrás. Sin preocupación, sin remordimientos, como si sólo fuera la misma Amalia de los paseos nocturnos en Análco y la mismas de los besos en el puente de Ovando. Su ligereza y laconismo venían a perturbar una más de las noches indormibles  dedicadas a su recuerdo friccioso y pendulante.  Un simple: ¿Martín? Habla Amalia. ¿Cómo andas?
Nada bien, hubiera sido lo primero en ser contestado de no haber actuado con calma. Sin embargo, intentó ser un poco distante; como si no existiera ese pasado, mismo pasado en el que la mayoría del tiempo transcurrido desde su separación había pensando en ella.  Contestó: ¿Amalia? ¿Qué Amalia? Amalia Gutiérrez  ¡no te hagas güey! –dijo ella-.  Con qué familiaridad resaltaba la palabra “güey”. Parecía que ella sabía de antemano que él aún guardaba con recelo su número en los contactos de su celular. Cosa que no hacía falta en verdad, él lo tenía memorizado desde los primeros días distantes en los que aún se estaban conociendo a aprofundidad.
Ahhh eres tú. Qué tal, cuánto sin saber de ti, contestó él - mientras sentía ese vació estomacal que avecina a las tonterías por decir antes de ser siquiera pensadas-.  Bien Martín, muy bien en realidad – anunció Amalia-.  Dirás que qué extraño es el que te llame a estas horas de la madrugada –continuó ella-  espero no haberte despertado. ¿Haberme despertado? Y en su mente se dibujaba la siguiente frase: si cada noche concilio el sueño contigo en la cabeza o, mejor dicho, el sueño se me escapa hasta que el cansancio me vence para introducirme en ese mundo en el que siempre estás tú, tan pesada y relampagueante. Habría dicho algo por el estilo de no ser  siempre tan orgulloso y tratar con ahínco de aparentar ninguna perturbación.  No, estoy tratando de terminar con un trabajo. Me da mucho gusto escucharte.

II       
Su relación había comenzado de forma tan sorpresiva, como si existirá un acuerdo tácito entre ellos en la hora que sus ojos se encontraron.  Tal vez él nunca supo lo que significaba ese adjetivo tan usado, tan minimizado por el lenguaje coloquial; bastante  dicho a la ligera por unos y por otros y, sobre todo, tan poco adecuado para el objeto al que se dirige: lo bello, la belleza en sí. Comprendió, en el mismo instante en que ella abrió la puerta con el número al que lo habían guiado, que la palabra belleza había hecho un gran recorrido por la historia para lograr al fin describir a una persona. En el camino dicha palabra se había instalado en objetos ajenos a lo humano, a lo individual. Había recaído en las formas más diversas: los bellos atardeceres, los bellos destellos de las noches estrelladas, las bellas melodías, los bellos poemas; la belleza de los logros de la civilización y de la naturaleza a final de cuentas. Pero sólo comprendió el significado de aquella palabra  al llenar sus ojos con la figura de la chica que se mostraba ante él. Amalia como coyuntura; Amalia como caída vertiginosa; Amalia como premonición identificada de la tantas veces soñada. Amalia apareció tras la puerta y en su boca una sonrisa anunció que los días no serían iguales.
 Hola, ¿es esta la casa de Eugenia? -preguntó Martín sin dejar de verla directamente a los ojos-. Sí, acá vive ella, pásale y abrió completamente la puerta.
El olor a mariguana llegó de putazo y el cerebro se le hizo agua. Había sido un fumador persistente desde la prepa y en varias ocasiones intentó dejarla. No creía que la mota fuera mala, incluso pensaba en que no se trataba de una droga. Simplemente no quería terminar como varios de sus amigos hablando de una forma lenta y alargada. Ahora tan sólo solía fumar por antojo y, sobre todo, cuando no tuviera mucho qué hacer. Lo que sí le gustaba era el alcohol. Es más, si se encontraba en ese momento en aquél lugar era para beber. Lo habían invitado echar un pomin en casa de Eugenia -morra a la que no conocía-, nomás por el puro gusto.
 Tras haber entrado a su clase semanal en la universidad leyó de nuevo mensaje que le escribió Formacio: “Jálate ese valedor, tenemos una patona de bacacho estamos en la 13 oriente número 413 en el departamento 14. Preguntas por Eugenia”.
 Ese “estamos” lo hizo pensar en toda la demás banda con la que jalaba. Pero cuando entró al departamento sólo vio a Formacio, ya bien mariguano, y a su amiga Alma. Los dos se habían encontrado a un antiguo amigo de Formacio y, en el calor del reencuentro, decidieron festejar  la agradable situación con un pomo poca madre, no chingaderas.  Al ver que saldría muy caro consumirlo en algún bar, el amigo de Formacio dijo que conocía a una chica que podría prestar el departamento y tal vez otras cosas más -esto dicho mientras hacía con los labios una mueca burlona que insinuaba que a él ya le había prestado más que el departamento-. Formacio no dudó ni por un momento entonces en hacer una visita a esa prometedora Eugenia.
Lo que pasó al final fue que con el transcurrir del tiempo y de las copas, Formacio terminó fajando nuevamente con Alma; y sus esperanzas con Eugenia se vieron cortadas de facto al ver que su amigo hacía uso de sus derechos de antigüedad.
Amalia resultó ser la compañera de departamento de Eugenia. En realidad, era Amalia la que la mayoría de las veces terminaba pagando más de la mitad de la renta o la renta completa. Eugenia era una hippie a la que sus padres pasaban cierta cantidad de dinero mensualmente mientras decidía qué hacer de su vida. Entre sus proyectos estaba el poner una especie de fonda vegetariana o un café “alternativo” en el que sus amigos, igual de hippies, llegaran a presentar performances tan conceptuales que rayaran en la estolidez; performances que sólo ellos comprendían o simulaban comprender.  Lo cierto es que no se le veían ganas de llevar a cabo ninguno de los dos proyectos.
Lo que sí hacía sin falta era fumar mota diariamente en lo que alguien llegaba a poner lo demás. De esta manera el departamento se había convertido en lugar de reunión para los que no se encontraban en situación de pagar los precios de un bar.  Esta cuestión no molestaba en absoluto a Amalia ya que ella también había sido muy desmadroza  desde temprana edad. Lo que sí la inconformaba era el tener que pagar o completar la parte de la renta de Eugenia. Ella vivía de lo que le daban de beca en la maestría de literatura mexicana y venir a pagar la renta por ella sola  a menudo la dejaba en apuros.
Mientras el porro pasaba de mano en mano Martín no dejaba de ver a Amalia. Ella hacía como si fumara también del churro, daba grandes jalones al carrujo pero no retenía el humo por mucho tiempo. Era como un fumar a la europea. Formacio, por el contrario, parecía todo un varil con la mota. Abría tanto la boca y después introducía el porro junto con los dedos y le jalaba machín dejando la sabana mojadísima con su saliva.
Alma ya no era capaz de hablar por el viaje que traía encima. Ya sólo veía a Formacio como esperando el momento en el que este se le abalanzara. Mientras esto pasaba, Eugenia y Miguel, ese era el nombre del amigo de Formacio, entraban en una plática sobre el tema de un performance que bien podría servir como presentación a la exposición que Miguel llevaría a cabo en unas semanas (resultaba ser artista el viejo amigo de Martín).
 En la exposición Miguel mostraría su obra más innovadora hasta la fecha: algo así como un cartón de leche con la foto de Jesús en él. Los dos “artistas” trataban de convencer a Amalia de que ella también participara en el performance. Querían que ella apareciera desnuda mientras un grupo de mugrosos le echaba alguna sustancia blanca a manera de semen.   Martín no podía llevar el hilo de semejantes pláticas, sólo se interesaba en mirar a la belleza presente y en tomar unos cuantos tragos del bacacho. Había decidido no fumar ese día, esperaba a que los demás entraran en su etapa retraída para así poder hablar por fin con Amalia. Nunca había sido lo suficientemente valiente para hablar con las chicas de buenas a primeras, pero en esta ocasión sabía que no podía dejar pasar la oportunidad. A esto también se le sumaba que ella no parecía del todo indiferente.  Mientras los dos genios del arte seguían en su intento de convencerla de dejarse hacer un facial de cuerpo completo, Martín notó que ella volteaba a verlo en repetidas ocasiones.  Era una mirada que mezclaba coquetería y la urgencia auxilio.
Era necesario buscar la forma de que aquellos hippies se alejaran de ella.  Martín Se percató de que Amalia en verdad se encontraba asediada por la insistencia del petulante artista y de la anfitriona esnob. Así que se aventuro a decir: “yo no creo que Amalia se preste para esos embrollos idiotas en los que la quieren inmiscuir. Me atrevo a confiar en que ella no se dejará inmiscuir en esos juegos disque intelectuales que no prueban más que ustedes aún son un par de chiquillos que tratan de impresionar a sus amigos con muestras de irreverencia supinamente estúpida”. 
La última palabra sumergió todo en un silencio incómodo; los dos artistas no supieron qué contestar. Sin embargo, esta muestra de seguridad y altanería hizo más que  sólo provocar el desafecto de sus destinatarios; lo que provocó en realidad, fue una cierta clase de admiración por parte de Amalia hacia Martín. A pesar de esto, Amalia no dudó en confrontar  a este muchacho que de buenas a primeras venía a hacer declaraciones  acerca de su sentir. y tú con qué derecho opinas sobre lo que puedo o no querer. ehh? dijo mientras lo miraba con unos ojos que en verdad no mostraban enojo o desprecio alguno, sino una clase de curiosidad por ver lo que él podría contestar encontrándose en una situación de confrontación. porque simplemente encuentro en tus ojos inquietudes más profundas, una sed de cosas elevadas, de proyectos que para muchos pueden ser  en realidad inalcanzables. Martín no supo de dónde había salido tal afirmación y tampoco supo si lo que decía lo decía en serio. Simplemente le había nacido de los rincones inmersos de su percepción; quizás había sido por primera vez en su vida lo que la gente suele llamar  “ser asertivo”.  Lo cierto es que con aquella frase Martín estableció un vínculo con Amalia que se extendería por los siguientes meses.
III
¿Cómo se conquista a una mujer? Se pregunta a sí mismo mientras se cambia de lugar para ya no estar junto a la ventana que no deja de abstraerlo con la vista de la calle. No se necesita más que una frase –se contesta-, pero una frase acertada: la frase correcta en el único  instante para el que ella es necesaria. No se puede decir lo primero que se venga a la mente cuando se habla de amor, de lo contrario, terminaras siendo una persona más en el momento o, peor tantito, el super amigo a todo dar que siempre hace reír y siempre está (ya saben ese amigo que no deja de estar para todo y en todas ocasiones, al que acuden cuando las cosas van mal con el patán en turno y al que nunca harán caso). Las mujeres siempre esperan ser deslumbradas por la palabra y por los actos. Es el gran favor que la cultura le ha hecho a los no tan agraciados. Ya que si todo se basara en los dictados de la naturaleza, estaríamos condenados a vagar solos por la vida mientras vemos de reojo como los galanes se cogen a nuestros objetos del deseo.
De haber contestado alguna otra cosa a Amalia en aquella ocasión, algo como: pues porque ustedes están re pendejos y no creo que ella quiera caer en su misma pendejez, las cosas probablemente hubieran sido muy diferentes. Ella se habría molestado por la ofensa a sus amigos y quizá hasta podría haber corrido del departamento al muchacho  impertinente.  Y no es que la frase sea el instrumento de conquista en sí, sino lo que ella viene a mostrar de la personalidad del que la expresa.  Si bien Martín ya había llamado estúpidos a Eugenia y a Miguel, lo hizo anteponiendo un adjetivo que venía a confundir a los dos hippies. Este fue el motivo del silencio de ambos y fue también el motivo para que Amalia quisiera interrogarlo. Ella se dio cuenta de cómo con el lenguaje Martín había dejado en jaque a aquellos dos cultos e inteligentes artistas; tan sólo había usado una palabra no muy común en el lenguaje coloquial y con ella los dos amigos habían deseado tener un diccionario a la mano para buscar qué es supino.
IV
Los tragos y la plática; ergo: momento de compenetración. Las dudas inventadas al momento; ergo: el empezar a conocerse. Las risas, entre falsas y sinceras; ergo: el humor, que nunca puede faltar.  Y así les dieron las diez y las once mientras la patona seguía de generosa.  Al dar las 12 salieron por una botella más; esto con el afán de seguirse conociendo a través del ambiente que sólo el alcohol puede proveer y, también, con la intención de que a su regreso las dos parejas que seguían en la peda estuvieran ya en plena acción. Querían un poco de privacidad.  Acuerdo mutuo, sin mención.
Regresaron con lo único que encontraron en las cercanías: una botella de Charanda. Como lo suponían, las dos parejas ya se encontraban en sus asuntos. Formacio se había llevado a Alma para su casa mientras que Eugenia le enseñaba nuevamente su habitación a Miguel. Ya se encontraban en pleno disfrute.
Martín veía el campo de sus posibilidades abierto, sería el momento de intentar todo. Lo cierto es que él no intentó nada y fue ella la que súbitamente se le aventó a los brazos. El muchacho, acostumbrado tan poco a que las cosas le salieran bien, no hizo más que contestar con un beso tímido y torpe. Ella se montó en él mientras guiaba sus manos a su cadera. Comenzó a sentir el vaivén, lúbrica promesa, y sus movimientos se hicieron más directos y seguros.  Bajó las manos a sus nalgas mientras ella sacaba uno de sus senos del escote y lo guiaba hacia los labios del joven perplejo. Pudo sentir como ese pequeño botón comenzaba a endurecerse mientras el mismo efecto sucedía en el interior de sus pantalones. Los de ella rápidamente dejaron de cubrirla, la tuvo de repente lista para el ensarte. Tan sólo cuestión de hacer de lado el estorbo textil. Adentro, afuera, adentro, a la mitad, dentro, dentro, muy dentro a la vez que ella suspiraba en su oído: no soy así, en serio que no soy así.
V    
Él la quería para siempre. La quería completa, de adentro hacia afuera. A sus manos tan sólo correspondía la medida de su cuerpo. Y, en las noches posteriores, no hacía otra cosa que no fuera el rememorar aquellas palabras: no soy así, en serio que no soy así. ¿Eran estas palabras tan sólo un artificio, un cliché que ella usaba con todos los demás con los que había estado? O ¿eran en realidad sólo para sus oídos, él era el primero al que se las decía suavemente en la oscuridad de aquel cuarto? Lo que al principio representó una aproximación a lo sublime del sentirse único, fue transformándose poco a poco en la completa seguridad de que él sólo se había convertido en un número más en la lista de Amalia.
Recordaba la sonrisa que se dibujaba en el rostro de Amalia, sonrisa que asomaba a un lado del horizonte que su espalda pintaba. Recordaba ese perfil lleno de placer que se recargaba en el brazo del sillón. Sus dedos aún podían sentir la humedad de la boca de Amalia, el rose de su lengua y dientes que prometían poder masajear algo más grande y anhelante.
VI
Martín estaba recurriendo a las técnicas milenarias de seducción aconsejadas por todos los amigos y conocidos: “déjala que te busque, no seas pendejo,  no te veas desesperado”. Técnicas que, con sus respectivas variantes, en ambos sexos vienen siendo lo mismo y que cuentan con el mismo nivel de fracaso. Lo que facilitaba la situación era el hecho de que cuando despertó en la casa de Amalia ella ya no se encontraba; por lo tanto, no existió la posibilidad de intercambiar números. Habían intercambiado todos los fluidos posibles, pero eso del intercambio de los  números era algo para lo que aún no se encontraban preparados. Así que si él se animaba a buscarla tendría que ir otra vez al 413 de la 13 oriente.
A la semana de aquél encuentro Martín ya estaba rondando los locales de la calle de Amalia. Se metía a cualquier establecimiento en el que, con una impresionante muestra de virtuosismo actoral, mostraba interés por los objetos más innecesarios  que dentro vendían: estropajos, máquinas de podar, boilers y artículos de fontanería, utensilios domésticos  y hasta cruces de muertos. Por suerte en esa calle se encontraban variados puestos de comida en los que no tendría por qué actuar más. Su preferido era el local de cemitas ubicado justo frente al edificio de Amalia. Esperaba encontrarla inesperadamente; caminar por la acera y verla pasar cuando se dirigiera a su departamento o saliendo de este para ir a la tiendita más cercana con el tendero de la esquina. Lo cierto es que pasaron dos semanas antes de que por fin la viera bajar de un bochito azul.
Era un bocho al último grito de la moda impuesta por todos aquellos programas en los que negros y latinos colocaban pantallas plasma hasta en los retrovisores.  De él bajó presuroso un varilillo que  se veía acorde con el carro. Abrió la puerta del copiloto y del interior salió Amalia. El tipo la acompañó a la entrada del edificio y en el portón la tomó por la cintura y se introdujo junto con ella. La puerta se cerró.         
No le cayó de sorpresa. Siendo Amalia una bella mujer, lo raro hubiera sido que no tuviera a un hombre a su lado. Sin embargo, ¿qué no podía tener algo mejor? Uno de esos hombres que uno dice: no pues sí está rostro el hijo de la chingada. No que con el man ese con el que la acababa de ver, termino preguntándose a sí mismo: ora…¿ese cabrón cómo le hizo? Lo que lo llevó a una de esas revelaciones que explican mucho de lo irracional de la vida: ha de ser de varo el pendejo.  Y no estaba equivocado, el varifresa o lo que fuera ese tipo traía el carro tan adornado como congal de la mala muerte. No era un fresa en realidad, sino un varil que quería superarse a través de los adornillos y de la ropa de marca.
Los celos, con su particularidad de crear escenarios en los que uno termina siempre perdiendo, no se hicieron esperar. Cómo es que podía estar tan celoso por alguien a quien apenas había conocido. Por qué no la veía como una más de las pocas con las que había tenido un acostón. ¿Sería que,  debido a lo intenso de aquella velada, ahora se encontraba en ese estado al que  los abuelos llamaban estar enculado?
No pasó mucho tiempo cuando se abrió la puerta del edificio. Notó que de haber algo muy serio entre ellos, el tipo indudablemente hubiera pasado un largo rato en el departamento junto a Amalia. Esto lo animo a que una vez yéndose aquel varifresa él se decidiera a entrar  y tocar la puerta de Amalia. Tocó una, dos, tres veces y ella apareció. El encanto de la primera vez en la que la vio se manifestó nuevamente. Martín, qué gusto verte. Pasa, ¿cómo has estado? A lo que él contestó con un  muy bien. Le dijo que había pasado por su calle para comprar algunas cosas (cosas que no traía en la mano) y que, acordándose de ella, tuvo ganas de pasar a saludar. Entró y se dio cuenta de que ella se encontraba sola; no estaba su compañera hippie. Se sentaron en el mismo sillón en el que habían pasado tantas cosas.
La plática no pasaba de lo normal; era una especie de continuación a los temas que ya habían tratado la última vez. Ninguno de los dos hacía referencia a ese asunto que entre los dos despertaba un poco de incomodidad o “penita”.  Ella le comentó acerca de lo que había hecho en el día. Lo mismo hizo él. Sin embargo, en la plática acerca de ese día tan monótono, tan baladí, no aparecía para nada el muchacho que acababa de dejar el departamento. Él se lo hizo notar con el fin de conseguir un poco de información. Le dijo que, al no recordar muy bien el número de su puerta, había pasado por  los diferentes pisos y que hasta había tocado en otras puertas. Le comentó que en las escaleras se había encontrado con un tipo muy cagado, que se veía como nacón, bien vestido, pero con ropa que no le quedaba y que hasta se veía medio gay. Le dijo que tuviera cuidado, que no fuera a ser de esos que suben a robar ropa a la azotea.
Ella sonrió discretamente y, tal vez sospechando que Martín quería llegar a algo con esos comentarios tan zopencos,  le dijo que seguramente a la persona que había visto se trataba de su amigo de la maestría con el que estuvo un rato en la tarde discutiendo cosas de la academia. Martín quedó un poco más tranquilo; entonces el susodicho ese no era un problema. A partir de ese momento la conversación se tornó más amena y Martín no esperaba el momento de volver a probar aquellos labios y tocar ese cuerpo. No supo cómo, pero de repente, ya le acariciaba la mejilla, a lo que ella respondió con una tierna permisiva. Tocó sus labios con el pulgar y ella entreabrió la boca y mordió la punta de éste. Se acercó a ella y la besó de una manera más consciente, no tan llevada por la pasión como aquella vez en la que los besos pasaban a segundo plano.  Terminaron cogiendo nuevamente.
VII
Raya amarilla; pavimento. Mientras recuerda sus paseos en Análco. Raya amarilla; pavimento. Y el olor de la mariguana compartida en su cuarto. Raya amarilla; pavimento. Los dos jugando con sus manos, como niños que descubren el tacto. Raya amarilla; pavimento. Las citas para quedar en un café que terminaban en cerveza con vista a la pirámide de Cholula. Raya amarilla; pavimento. La pirámide a oscuras, sin seguridad; recinto del amor sorprendido por la policía. Raya amarilla; pavimento. Las visitas y salidas siempre en miércoles, no otro día. Raya amarilla; pavimento.  En lo que el camión se acerca a su destino. Curva tras otra, abstraído en los recuerdos. Raya amarilla; pavimento. Casi treinta miércoles sin sospechar nada. Raya amarilla; pavimento. Ella mintiendo, él creyendo. Raya amarilla; pavimento. El día que la vio de la mano con aquel del bocho modificado. Raya amarilla; pavimento. El miércoles cuando se dio todo por terminado.
VIII
La llamada de Amalia con el pretexto de una fiesta. Es tiempo de olvidar lo pasado; tiempo de ponernos al tanto de nuestras vidas –dijo ella-. Martín no supo decir que no. En su pensamiento rejuvenecía la esperanza. Tantas veces la dio por superada. Tantas veces se imaginó diciéndole “no” con toda seguridad a cualquiera de sus propuestas.  Pero el anhelo de encontrarla perduraba. Quedar con otra para el café, para la chela, para la comida o la cena, no era más que simple intento de olvidarla. El intentar una y otra vez. Los acostones con las amigas que se dejaban y con las nuevas amigas que aparecían en cualquier noche de fiesta. Porque de la nada venían temporadas en las que abundaban estas chicas y como venían se iban. El intento constante de enrolarse en otras actividades: estudio, trabajo, toquines, borracheras, pláticas con los cercanos y los desconocidos, pachequizas por kilos, caguamas banqueteras a las 10 de la mañana, ejercicio para subir las endorfinas, etc. Nada, nomás nada. Al escuchar su voz por el auricular le pareció que Amalia jamás se había ausentado; parecía que ella nunca había escondido que tenía un novio formal con el que llevaba casi cinco años y al que le había hecho cornudo con bastantes tipos antes de que llegara Martín. Parecía que los hechos del pasado se borraban como los rostros en la historia.
IX
Martín no fue sólo a la fiesta. Lo acompañó su carnal de borracheras y desmadres: el Formacio. La dirección ya no fue la misma. Amalia había terminado su maestría y se encontraba dando clase en la universidad; ahora sus ingresos le permitían pagar la renta sola de un departamento en San Manuel. Ya no tenía que vivir más con aquella hippie.
Desde el momento de su llegada ella lo abrazó y lo presentó con sus amigos. Eran un grupo de hipster a los que les gustaba hablar de música que sólo ellos conocían y de la que estaban orgullosos de ser selectos conocedores; lo nuevo para ellos en ese momento era el sonidero. La cultura popular refinada por su visión elitista y pendeja.
Poco le interesó a Martín el quedar bien con ellos o seguir sus pláticas. En su mente sólo se encontraba Amalia. Formacio rápidamente empezó a hacer  plática y a beber con el primer grupo de morras que encontró. En menos de una hora ya se podía notar que su intento de ligar iba a terminar en una borrachera como siempre.
La conversación con Amalia iba centrándose en cosas de lo más normal. En cómo habían estado en este tiempo sin verse; en la oportunidad que ella tuvo de entrar a dar clases en la uni tras terminar su maestría; en el proyecto de tesis que Martín tenía suspendido desde hacía año y medio; los pasos que ella iba a tomar en un futuro; lo monótono que se había hecho para Martín el tocar en un grupo bodas y quince años; etc.
No tocaban el punto del pasado común. Era como revivir aquella noche de cuando se conocieron. Sin embargo, algo extraño flotaba en el ambiente. La mirada de Amalia ya no se centraba en él como en aquella ocasión. Estaba atenta a lo que decía Martín, pero a la vez la fiesta y los amigos alrededor llamaban su atención. Al parecer ella lo había invitado a la fiesta en verdad con el fin de ponerse al tanto el  uno del otro; como muestra de que en ella no existía más que el ánimo de recuperar una vieja amistad o de reconstruirla. Quizá ella suponía que él había superado todo y lo había dado todo por terminado; ahora podría llevarse nuevamente.
Tal vez esa emoción de verla estaba provocando en Martín que el alcohol se le subiera rápidamente. Sentía cómo sus palabras se volvían pesadas, tenía que arrastrarlas ligeramente. Sentía que todo lo que él decía caía en el inmediato olvido de Amalia. La percibía un poco distante, como con ganas de inmiscuirse en otro de los grupos que por ahí charlaban.
Sin pensarlo comentó: ¿sabes? Yo no soy el mejor conversador, digo, por lo menos cuando se trata de demostrar lo que siento. Siempre me guardo mucho de lo que tengo, se queda rezagado en mi interior y suelo arrastrarlo tras de mi como pena irrevocable. Las cosas se me presentan y yo no sé nombrarlas, se escapan sin que de mi salga siquiera un suspiro. Las palabras no me alcanzan y cuando lo hacen, a quien quería decirlas ya se ha ido. Tal vez así me pasó contigo. Todo terminó tan rápido. Pero lo cierto es que últimamente tú te encuentras siempre entre lo que hago y lo que digo; entre las palabras y las cosas siempre estás tú y no veo la forma de quitarte del camino. Yo se que………
Amalia se levantó súbitamente y su brusco movimiento terminó por derramar la cuba que Martín tenía en las manos. Quedó con el pantalón mojado. Amalia miró a un punto fijo y se dirigió corriendo hacía él. Martín volvió la mirada y vio a Amalia lanzarse a los brazos del mismo sujeto con el que él la había visto dos años atrás. Todo seguía igual. La vio besarlo y sujetarse a él, la vio tan dependiente y enamorada. La vio como la novia ideal; la que jamás engañaría ni traicionaría. La vio tan auténtica. En ese momento se le presentó como lo que realmente era: una  pérfida. Y no hizo más que desearla embrutecidamente.  

                                                                                                                                     14/02/2013