jueves, 30 de abril de 2015

Temporada 15B
Como en este mes ya no celebramos los cumpleaños abrilezcos que quedamos en celebrar  y cada quien lo hizo por separado, en la comodidad de su hogar o del bar de su preferencia, y como apenas si recuerdo qué es lo que hice en el mío (bueno, sí lo recuerdo, ése mero día estuve ocho horas sentado frente al monitor en el  cual escribo lo que escribo cuando escribo esta R, pero de mi celebración apenas recuerdo algo por culpa de una yerba purple que debería ser verde), en estos  días no queda más que escribir sobre la celebración que cierra el mes de abril: el día del niño.
Un niño en el microbús me ha hecho recordar el nivel de sinceridad que uno alcanza a esa edad. El ser sincero en la infancia a menudo puede resultar incómodo, no para uno como niño, sino para los adultos que te rodean. Aquel niño del microbús cuestionaba a su mamá acerca de eso “tan asqueroso” que tenía junto a la nariz. Se trataba de una verruga. Y sí, era bastante asquerosa, pero no sé si lo bastante asquerosa como para denunciarla. No supe si ése era un acto de sinceridad o un acto  de sincera venganza del niño hacia la madre. Algo tuvo que suceder entre el niño y su progenitora antes de que los dos abordaran el microbús.
 En el pasado, en aquellos años en los que la categoría Infancia es tan oscura y difusa, los dientes del escuincle hubiesen terminado por los suelos. Si hubiese sido ese niño un infante durante el siglo XIX lo podrían haber mandado a trabajar 12 horas seguidas a alguna fábrica. No pasa lo mismo en estos días, por lo menos en el discurso y sobre todo entre aquellos que tuvieron la suerte de nacer entre la clase media.  Hoy incluso el reprobarlos por huevones resulta ser un maltrato.  
 Siendo un niño, la sinceridad puede ser vista aún como una virtud, no pasa lo mismo cuando uno es adulto, con el paso de los años uno tiene que moderar los impulsos. A veces el sincerarse demasiado puede ser contraproducente. Por ejemplo, uno no puede decirle a una mujer que sinceramente se ve “mórbidamente obesa con esos leggins”; tampoco puedes expresar de forma abierta a tu amigo que dicen que su novia “terminó con un licuadote dentro después de la fiesta del sábado”.  No claro que esas cosas no se dicen, si es que no quieres perder al amigo o el favor de la gorda.
Mientras creces aprendes a controlar la pulsión por la verdad. Esto, me imagino, es como un mecanismo de protección natural en los seres humanos. Si el hombre fuese por todos lados diciendo siempre la verdad, ¿qué oportunidades tendría de sobrevivir en un mundo en el que el discurso supera la realidad? En la niñez vivimos una ficción que se encuentra dentro de nosotros, de la que podemos desprendernos voluntariamente una vez que se nos ha explicado la diferencia entre lo que imaginamos y lo que vivimos. En el mundo de los adultos, la ficción se encuentra a nuestro alrededor, la vemos todos los días y la tomamos como parte del mundo real; y a pesar de que se llegue a conocer que lo que vivimos no siempre ha sido de la forma en la que vivimos, y de que el cambio es posible y así poder dejar de vivir en la ficción impuesta,  en la falsa conciencia que nos gobierna la ficción del mundo domina.
Hace falta en estos días la sinceridad de los niños para así poder desenmascarar al mundo. Para no aceptarlo y recriminarlo cuando nos miente en la cara. Hace falta  la sinceridad de la infancia para incomodar al mundo, para sacarlo de sus casillas. Hace tanta falta en estos días la sinceridad y la imaginación.

 30/04/15