miércoles, 4 de mayo de 2016

¿A dónde va Inés?

Ira, allá va la Inés, ¿te acuerdas? ¿Sí, no? Sí, la misma que fue con nosotras en la secundaria. Uy, tienes razón, ya nada queda de aquella chamaca con la que íbamos al río a nadar cuando nos salíamos de la clase del Pituche. ¿Te acuerdas que se metía encuerada al agua así bien fría? Sus chichis eran inmensas al lado de las nuestras, sus caderas ya estaba listas para el matrimonio. Mmmta, yo la veía con envidia y, cuando volteaba y te miraba, me daba cuenta de que sentías igual. Ay, pinche Inés, a sus doce o trece años ya tenía a un chingo de cabrones tras de ella. Ya ni terminó la escuela. Le pasó lo mismo que a muchas de nosotras, sus papás le encontraron marido. Se la ofrecieron a Don Diego. Ajá, ese mismo, el señor güero él, que tenía algunas tierras por allá donde terminaba el pueblo.
Írala, pobre. Va hablando con su sombra y ‘ora la gente se ríe de ella. Todos los días sale de su casa a la misma hora, la noche llega y ella no; se queda platicando con las estrellas que nadan borrachas en lo poco que queda del río. Para muy temprano en la mañana, cuando el pan ya está por salir, se le siente regresar en silencio.
Martín, ése, el chismoso de la tienda, al que le gustabas en la escuela, nos contó una vez. Dice que regresó bien pedo de un baile allá en el pueblo que le dicen El cajón y que la dormidera lo agarró a medio camino. Cuando despertó, vio a una mujer parada junto a él. La peda se le bajó al momento.  Era Inés y lo veía como con desilusión. Ella siguió su camino y Martín fue detrás. Iba descalza, como siempre, y sus pies iban enlodados. Dice Martín que vio cómo se metía al río y que el agua apenas pasaba sus tobillos. La escuchó cantar, pero dice que no se acuerda de qué canción era; y la dejó, allá con su soledad y el viento frío. Se regresó chillando. Pobre Martín, creo que fue el único que la quiso.
No, nunca lo peló. Inés de verdad quería a Don Diego, a pesar de la diferencia de edad y de que se la madreaba. Tú ya no la viste, tiene mucho que te fuiste de acá, pero la hermosura de Inés como que se le remarcó con los años. A todos los lugares donde llegaba no faltaba quien le chiflara o le dijera alguna majadería. Las mujeres comenzaron a hablar, no la aguantaban; decían que se metía con uno y con otro porque de seguro al viejito ya no se le paraba. Pero yo sé que ella nunca engañó a Don Diego. Sí, quién sabe por qué. Ya ni cuando él comenzó a perderlo todo. Ah, es que al viejito le entró por las apuestas. Se envició con las cartas. Al final sólo les quedó la triste casa de donde sale Inés todos los días. Fue en esos días cuando se la comenzó a madrear más, yo creo que se desquitaba con ella por sus pérdidas. Pero como que se calmó cuando nació Ernestito, el único hijo que Inés tuvo de Don Diego.
Les duró poco el gusto, Don Diego se murió cuando su hijo tenía como tres añitos. Di tú que tardó mucho en petatearse. Creo que le llevaba como cincuenta años a la Inés. Luego tuvo más problemas la pobre. Como no había sido la primera esposa del viejito, sino la cuarta, los hijos de los otros llegaron luego luego como zopilotes a querer quitarle a Inés las cosas que según le había dejado el esposo. Ya después se dieron cuenta que no tenían nada y se fueron. Así que por mucho tiempo hubo mucha tranquilidad en el rostro de Inés. Vivía de una parcelita, al mismo tiempo que compraba y vendía cualquier chacharita. Quién diría que ahora vive de la caridad.
Ah, sí. Pues Ernestito se hizo todo un hombre, alto, moreno, muy guapo… Despertaba el deseo, así como antes su mamá. N’hombre, y deja tú que fuera guapo. No sé cómo le hizo, pero la Inés logró que su hijo fuera ingeniero agrónomo; así, nomás de vender chingaderitas. Hacían fila las chamacas locas que se querían casar con su hijo. Con el tiempo, Ernesto se logró hacer de algunas tierritas y les ayudó a los otros a mejorar la cosecha. Era un ángel, todos lo echamos de menos…
No, bueno fuera que nomás se hubiera marchado. Un día llegaron personas del gobierno, venían a mirar las tierras. Decían que el progreso llegaría a estos rumbos. Yo no sé mucho de eso, sólo sé que el progreso vuela cerros o los parte. Nos ofrecían una miseria por nuestros terrenos. La gente no quiso vender, menos ahora que teníamos mejores cosechas.
Una tarde,  unos hombres armados llegaron y nos dijeron: “Indios hijos de la chingada, si no aceptan lo que se les ofreció, van a valer verga”. Andaban de aquí para allá echando maldiciones. Ernesto decidió juntar a los hombres, les dijo que era necesario el organizarse para defender lo nuestro. Algunos lo apoyaron, otros creían que una carretera podría beneficiar a la comunidad. A éstos ya los compró el gobierno, pensamos varios. Ya ves, poderoso caballero es Don Dinero.
La gente comenzó a hablar. Decían que pa la próxima que los hombres armados llegaran, no los dejaríamos salir, sin importar lo que pudiera pasar.
Una noche, Rogelio, mi marido, llegó asustado a la casa; era ya muy tarde, yo estaba durmiendo. Se acostó junto a mí y sentí cómo el sudor mojaba las sábanas. Le pregunté que qué le pasaba. “Nada mujer, sigue durmiendo”, me contestó él. A lo lejos, pude escuchar los balazos y los gritos. Oí cómo los unos carros iban y venían por las calles. En mis oídos retumbaban las groserías y el chillido de las llantas.
Al otro día las calles amanecieron mudas, algunos de nosotros no estaban. Con el tiempo unos volvieron, no quisieron decir dónde estuvieron; otros terminaron en la cárcel, ahí siguen, sin un juicio siquiera. A Ernesto lo encontraron en la orilla del río, tenía la cabeza destrozada y dos tiros en el pecho. Estaba que no se le podía ver. Tuvimos que hacerle un funeral a caja cerrada, todos sabíamos que se trataba de él. Todos, menos ella. Cuando Inés corrió a verlo, el día que lo encontramos, al mirarla podías darte cuenta de que la cordura había escapado de ella. No lloró ni gritó, sólo dijo que ése no era su hijo. Y se fue a su casa, no la vimos en varios días. Entre todos enterramos a Ernesto.

Un día, vimos a Inés por las calles, pero ella ya no era la misma; comenzó a ser como ahora la ves, vagando de día y dirigiéndose al río por la noche. Cruza la nueva carretera para llegar hasta allá. Sí, la misma por la que llegaste. Todos sabemos a qué va. Se los puedes preguntar. Anda, ve y pregúntale. ¿Ya?, y ¿qué te contestó? ¿Ves? Lo mismo de siempre: “Voy al río a ver a Ernesto, le llevo su pistola. Se quedó de ver con los muchachos. Esta vez no nos dejaremos”.    

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